No es usual que nuestra pequeña ciudad se sitúe en el mapa de un escritor como Paul Auster. Éste aprovechó su intención de pasar la nochevieja en París para hacer –junto a su mujer, la escritora Siri Hustvedt- parada y fonda en León donde recogió el premio que cada año, por décimo consecutivo, otorga el Club Leteo. No sabemos cómo se las apañan, pero no es la primera vez que dicha asociación atrae a literatos de renombre internacional; el francés Houellebecq –del que dicen es alérgico a todo lo que huela a periodista- también sucumbió en su día a la ciudad del Bernesga.
La vida de este neoyorquino de pro no siempre ha transcurrido en Brooklyn, a mediados de los 60 (mal)vivió en París haciendo traducciones. Dos de los aforismos que dejó estas Navidades en León bien podrían ilustrar las aspiraciones del talento norteamericano que antes que él piso suelo francés: “Me gustan los buenos modales, la buena educación” y ”Escribir es una manera terrible de vivir”.
* Texto: Cristina Álvarez Cañas.
martes, 29 de diciembre de 2009
domingo, 18 de octubre de 2009
Grandes ceremonias
Una de las cosas que yo creo más puede incomodar a un escéptico crónico (por enfermedad) son los mitos. Porque se alimentan de mentiras o de lo que es peor, de espejismos, que son mentiras encubiertas o verdades a medias. Mucho más doloroso.
El gran mito de Francia es la Torre Eiffel (1). Por ejemplo, para los americanos es simple: Francia es París, París es Europa y la Torre Eiffel vuelve a ser toda Francia. No quieren saber mucho más, se salva la Costa Azul. Y resulta que este monumento universal es un mito que sólo tiene un siglo de vida...
De ese imaginario colectivo surge la necesidad de que la cita con esta gran dama sea un chispazo con el que sufragar el resto de tu vida. Seguramente por eso yo había ido retrasando conscientemente ese instante. Debía ser una gran ceremonia.
Pero dejémonos de tonterías, las grandes ceremonias, las de verdad, no se planean. Así que, rendida ante esta evidencia y en una de las últimas tardes de bochorno que le quedaban a esta ciudad, me subí en el 32 directamente hasta Trocadero.
Desde este espacio abierto el icono francés es un regalo para la vista y la memoria. Yo quería abordarlo desde arriba, pequeñito, inofensivo y en forma de A, principio de abecedario, comienzo de algo. Y después, a medida que me fuera acercando, comprobar cómo su in crescendo era inversamente proporcional al terminar del día. Ésa era mi "gran ceremonia".
Sólo la chafó la imagen de una Vespa -eso sí que sería una forma original de reencotrarse con ella- y la tentación de un carrousel. "Cosas así hay que hacerlas con alguien especial", pensé, y me di la vuelta algo tristona.
El camino de arenilla se hizo entonces más pesado. Me subí de nuevo al mirador y me senté estirada sobre su balaustrada. De pronto, las luces que la iluminaban con los tres colores nacionales se vieron acompañadas por otro parpadear intermitente (2) que hubiera resultado un complemento excesivo si no fuera porque París en sí ya es excesivo. Benjamin Biolay entonaba muy oportunamente cuando en cuestión de segundos cayó el diluvio universal. La corporeidad del mito desapareció (3) pero comenzó el mío propio.
Tanta agua caía y con tanta fuerza que nada se podía ver. Pánico de masas corriendo a guarecerse y esperar a que amainase. Lo hizo en menos de diez minutos, sin embargo la plaza ya había recogido el agua suficiente como para ver a la gran dama en simetría imperfecta y temblorosa (4). Y yo me fui toda contenta... invadida de fe y empapada como nunca.
(1), (2), (3) y (4).
* Texto: Cristina Álvarez Cañas.
El gran mito de Francia es la Torre Eiffel (1). Por ejemplo, para los americanos es simple: Francia es París, París es Europa y la Torre Eiffel vuelve a ser toda Francia. No quieren saber mucho más, se salva la Costa Azul. Y resulta que este monumento universal es un mito que sólo tiene un siglo de vida...
De ese imaginario colectivo surge la necesidad de que la cita con esta gran dama sea un chispazo con el que sufragar el resto de tu vida. Seguramente por eso yo había ido retrasando conscientemente ese instante. Debía ser una gran ceremonia.
Pero dejémonos de tonterías, las grandes ceremonias, las de verdad, no se planean. Así que, rendida ante esta evidencia y en una de las últimas tardes de bochorno que le quedaban a esta ciudad, me subí en el 32 directamente hasta Trocadero.
Desde este espacio abierto el icono francés es un regalo para la vista y la memoria. Yo quería abordarlo desde arriba, pequeñito, inofensivo y en forma de A, principio de abecedario, comienzo de algo. Y después, a medida que me fuera acercando, comprobar cómo su in crescendo era inversamente proporcional al terminar del día. Ésa era mi "gran ceremonia".
Sólo la chafó la imagen de una Vespa -eso sí que sería una forma original de reencotrarse con ella- y la tentación de un carrousel. "Cosas así hay que hacerlas con alguien especial", pensé, y me di la vuelta algo tristona.
El camino de arenilla se hizo entonces más pesado. Me subí de nuevo al mirador y me senté estirada sobre su balaustrada. De pronto, las luces que la iluminaban con los tres colores nacionales se vieron acompañadas por otro parpadear intermitente (2) que hubiera resultado un complemento excesivo si no fuera porque París en sí ya es excesivo. Benjamin Biolay entonaba muy oportunamente cuando en cuestión de segundos cayó el diluvio universal. La corporeidad del mito desapareció (3) pero comenzó el mío propio.
Tanta agua caía y con tanta fuerza que nada se podía ver. Pánico de masas corriendo a guarecerse y esperar a que amainase. Lo hizo en menos de diez minutos, sin embargo la plaza ya había recogido el agua suficiente como para ver a la gran dama en simetría imperfecta y temblorosa (4). Y yo me fui toda contenta... invadida de fe y empapada como nunca.
(1), (2), (3) y (4).
* Texto: Cristina Álvarez Cañas.
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lunes, 12 de octubre de 2009
Bienvenue!
Hace ya quince días largos desde mi llegada a París después de idas, venidas, recogidas, empaquetamientos y demás. Ha sido dejar atrás una casa de locos (¡ja! la primera referencia cinematográfica) para meterse en otra. En estas dos semanas me he limitado a hacer parte del papeleo que supone un cambio tan brusco como éste pero calculo que quede aún bastante como para otras dos.
El shock ha sido fuerte, los franceses hablan muy deprisa (ya lo sabíamos) y entenderles está siendo un acto de fe. Todavía hay quien duda del sentido de querer hablar inglés en Francia pero sí, se puede. Porque París no es Francia, es una isla (también lo sabíamos), y el inglés viene en tu rescate cuando más lo necesitas, y como lo manejas mucho mejor, supone una inyección de moral tremenda.
El resto tiene un principio de cuento, no puedo obviarlo. Mi barrio es ideal. Vivo en un casa con un gran portón verde y un patio interior donde los balcones se visten de macetas floridas aún tocando ya el otoño. Nada más salir me topo con un alquiler de bicicletas urbanas y mi calle se recorre a través de su pescadería, su tienda de cine y su puesto de flores.
También tengo a tiro la Ópera, aunque lo suficientemente alejada como para no verme abrumada por esos edificios enormes convertidos en galerías comerciales (Lafayette y no Lafayette). Prefiero el aire de villa (eso que tiene en común con Madrid) que mantienen éstos, los bajos de Montmartre y que se extiende por todo el barrio judío.
Esta misma semana me he enterado de que en mi edificio vive el Gran Rabino de Francia. Mon dieu!
* Texto: Cristina Álvarez Cañas.
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