domingo, 18 de octubre de 2009

Grandes ceremonias

Una de las cosas que yo creo más puede incomodar a un escéptico crónico (por enfermedad) son los mitos. Porque se alimentan de mentiras o de lo que es peor, de espejismos, que son mentiras encubiertas o verdades a medias. Mucho más doloroso.

El gran mito de Francia es la Torre Eiffel (1). Por ejemplo, para los americanos es simple: Francia es París, París es Europa y la Torre Eiffel vuelve a ser toda Francia. No quieren saber mucho más, se salva la Costa Azul. Y resulta que este monumento universal es un mito que sólo tiene un siglo de vida...

De ese imaginario colectivo surge la necesidad de que la cita con esta gran dama sea un chispazo con el que sufragar el resto de tu vida. Seguramente por eso yo había ido retrasando conscientemente ese instante. Debía ser una gran ceremonia.

Pero dejémonos de tonterías, las grandes ceremonias, las de verdad, no se planean. Así que, rendida ante esta evidencia y en una de las últimas tardes de bochorno que le quedaban a esta ciudad, me subí en el 32 directamente hasta Trocadero.

Desde este espacio abierto el icono francés es un regalo para la vista y la memoria. Yo quería abordarlo desde arriba, pequeñito, inofensivo y en forma de A, principio de abecedario, comienzo de algo. Y después, a medida que me fuera acercando, comprobar cómo su in crescendo era inversamente proporcional al terminar del día. Ésa era mi "gran ceremonia".

Sólo la chafó la imagen de una Vespa -eso sí que sería una forma original de reencotrarse con ella- y la tentación de un carrousel. "Cosas así hay que hacerlas con alguien especial", pensé, y me di la vuelta algo tristona.

El camino de arenilla se hizo entonces más pesado. Me subí de nuevo al mirador y me senté estirada sobre su balaustrada. De pronto, las luces que la iluminaban con los tres colores nacionales se vieron acompañadas por otro parpadear intermitente (2) que hubiera resultado un complemento excesivo si no fuera porque París en sí ya es excesivo. Benjamin Biolay entonaba muy oportunamente cuando en cuestión de segundos cayó el diluvio universal. La corporeidad del mito desapareció (3) pero comenzó el mío propio.

Tanta agua caía y con tanta fuerza que nada se podía ver. Pánico de masas corriendo a guarecerse y esperar a que amainase. Lo hizo en menos de diez minutos, sin embargo la plaza ya había recogido el agua suficiente como para ver a la gran dama en simetría imperfecta y temblorosa (4). Y yo me fui toda contenta... invadida de fe y empapada como nunca.


(1), (2), (3) y (4).

* Texto: Cristina Álvarez Cañas.

2 comentarios:

  1. Yo creo...honestamente desde mi querida Carabanchel que das muuuuuuuuucha envidia...

    Pablo

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  2. Pablito, déjate de envidias y vete poniendo fecha para una visita ;-)

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